Capítulo 8: El motivo del extraño

Los siguientes días transcurrieron en una tensa quietud que se posó sobre Maple Grove como una fina capa de escarcha. El viento se había vuelto más fuerte, las hojas se deslizaban por la calle como susurros, e incluso el sol parecía estar más bajo, más débil. Magnolia Wren lo sentía: el equilibrio que con tanto cuidado había restaurado comenzaba a temblar de nuevo.
El intruso no había regresado, al menos no visiblemente. Pero aún lo sentía, rondando en la periferia, observando. Era la misma intuición que la había guiado a través de las crueldades de la vida: una silenciosa consciencia nacida de años de escuchar cosas que la mayoría de la gente ignoraba.
Y entonces, una mañana, al salir a buscar su correo, lo vio: un pequeño sobre encajado bajo la campanilla de viento que Connor le había regalado.
No había sello ni dirección. Solo una palabra, escrita con letra irregular en el anverso.
«Recuerda».
Magnolia se quedó paralizada. El papel era áspero, la tinta estaba corrida: apresurada o nerviosa. Le dio la vuelta, casi esperando que el olor a peligro se aferrara a ella. Dentro había una sola fotografía.
Mostraba a un joven, alto y serio, de pie frente a una casa que reconoció al instante. Su casa, décadas atrás. Y junto a él, otro hombre, con una amplia sonrisa.
Su esposo, Harold.
Magnolia contuvo la respiración. Se dejó caer lentamente en los escalones del porche, con la campanilla de viento cantando suavemente sobre ella. Sus dedos temblorosos recorrieron los bordes de la fotografía, sus pensamientos se nublaron por la incredulidad. Harold había muerto hacía veinte años. El joven a su lado… no lo sabía.
¿Pero el extraño que había entrado en su casa? Se parecía a él: mayor, más cansado, pero inconfundible.
“Harold”, susurró, con voz apenas audible, “¿qué me has dejado?”.
Esa tarde, caminó hacia el pequeño café de la esquina, un lugar donde las noticias siempre viajaban más rápido que el tiempo. Dentro, los clientes habituales ya estaban reunidos, tomando café y compartiendo chismes del barrio.
“¡Señorita Wren!”, la llamó la Sra. Phelps, haciéndole señas para que se acercara. “¿Se enteró del tipo que merodeaba cerca de la vieja casa Miller anoche? La policía estaba por allí otra vez”.
Magnolia sonrió levemente. “No, no lo había oído. ¿Qué encontraron?”
“Nada”, dijo la Sra. Phelps con un bufido. “Pero dicen que no es de por aquí. Un vagabundo. Algunos dicen que, de hecho, ha estado preguntando por ti”.
La sala se quedó en silencio por un instante. Todas las miradas se volvieron hacia ella.
Magnolia apretó su taza de té con más fuerza, pero su expresión no cambió. “¿Sobre mí?”, dijo en voz baja. “Qué halagador”.
La risa que siguió fue nerviosa. Se disculpó poco después y se fue, con la campanilla de la puerta sonando tras ella. El viento otoñal la saludó como a un viejo amigo: frío, limpio y sincero.
“Alguien ha venido buscando respuestas”, murmuró. “Y supongo que les debo algunas”.
Esa noche, preparó té para dos. La segunda taza estaba intacta sobre la mesa, con el vapor elevándose en el aire quieto. La fotografía yacía entre las tazas, junto a su cuaderno abierto.
Con pulcra cursiva, escribió:
12 de septiembre – Ha vuelto. No es Harold. Pero está conectado. El arrepentimiento siempre vuelve a casa.
Entonces cerró el cuaderno y esperó.
Pasaron horas antes de que lo oyera: el suave crujido de la grava bajo los pies, el leve crujido de la puerta. No se movió. La puerta vibró una vez, luego otra. Finalmente, un golpe. Tres golpes lentos y pausados.
Magnolia se levantó, con la espalda recta, el corazón latiendo con firmeza. Abrió la puerta.
El desconocido estaba frente a ella, el mismo hombre que había visto esa noche: sin afeitar, exhausto, pero no amenazante. Sus ojos le resultaban tan familiares que le causaron un dolor en el pecho.
“Qué cara tienes”, dijo en voz baja.
Tragó saliva con dificultad. “No me conoces”.
“No”, dijo ella, “pero sé quién eres”.
Él pareció sorprendido, pero ella continuó: “Eres el chico de la fotografía. El que está al lado de Harold. Eras más joven entonces. ¿Cómo te llamabas?”
Dudó. “Daniel. Daniel Kerrigan”.
Magnolia frunció el ceño. “El aprendiz de Harold”.
Asintió. “Sí, señora. Me enseñó todo lo que sé. Carpintería, cableado, arreglos. Él… él era como un padre para mí”.
Su voz se suavizó, pero su postura no. “Y sin embargo, aquí estás, entrando en su casa”.
El rostro de Daniel se tensó. “No vine a robar, señorita Wren. Vine por él. Por ti”. Magnolia entrecerró los ojos. “Explícate.”
Metió la mano en su chaqueta y sacó una carta doblada, amarillenta por el tiempo. “Escribió esto antes de morir. Dijo que sabría cuándo era el momento adecuado para dártela.”
Magnolia tomó la carta; sus manos temblaban por primera vez esa noche. La letra era inconfundible: la pulcra y curva de Harold. Leyó la primera línea y se quedó sin aliento.
“Mi querida Maggie, si esto te llega, es que el tiempo ha sido cruel con ambos.”
Levantó la vista, con lágrimas brillando en los ojos. “¿Por qué ahora? ¿Por qué después de todos estos años?”
La voz de Daniel se quebró. “Porque no pude mirarte a la cara hasta saber la verdad. Él no murió como crees.”
Las palabras la golpearon como un puñetazo. “¿Qué dices?”
Daniel bajó la mirada. “No fue un accidente. Intentaba evitar algo, un trato que salió mal. Me protegió, señorita Wren. Me salvó.”
Magnolia se quedó paralizada, mientras los muros de su paz cuidadosamente construida se cerraban sobre ella. Durante veinte años, había creído que la muerte de Harold en ese camino lluvioso había sido una cruel jugada del destino. Ahora, la verdad se alzaba ante ella, temblando como un niño.
“¿Por qué me lo cuentas ahora?”, susurró.
“Porque los hombres con los que se cruzó… ya no están. Solo pensé que debías saber la verdad. Nunca quise asustarte. Simplemente no sabía cómo acercarme a ti después de…”
Levantó una mano. “Deberías haber llamado.”
Él asintió, con la vergüenza inundando su rostro. “Lo siento.”
Magnolia miró más allá de él, hacia la tranquila calle que se extendía más allá de su puerta. “El mundo tiene una extraña forma de pagar sus deudas”, dijo en voz baja.
Daniel retrocedió. “Me voy. Solo… necesitaba arreglar las cosas”.
“Entonces lo has hecho”, dijo ella con voz cansada pero amable. “Vete en paz, Daniel. Y no vuelvas después del anochecer. Esta casa ya ha visto suficientes fantasmas”.
Él dudó, asintió una vez y desapareció en la noche.
Cuando se fue, Magnolia volvió a sentarse a su mesa. La carta estaba abierta junto al té frío; las palabras de Harold danzaban débilmente a la luz de la lámpara.
“Perdona lo que he ocultado, Maggie. Hice lo que debía para protegerte. Si alguna vez un hombre trae mi recuerdo, trátalo con cariño. Él carga con mis pecados, no con los tuyos”.
Las lágrimas de Magnolia cayeron en silencio, dejando ojeras en el papel. Afuera, el carillón de viento volvió a cantar: claro, suave y misericordioso.
Susurró: “Viejo tonto… sigues dándome lecciones”.
Luego apagó la luz, dejando que las sombras reclamaran la habitación, con el corazón pesado pero libre al fin.